viernes, 13 de marzo de 2009

PERE VERSUS PAU

HOMILÍA DE S.S. JUAN PABLO II EN LA MISA DE IMPOSICIÓN DEL PALIO A 28 ARZOBISPOS METROPOLITANOS, CELEBRADA EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

1. «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18).

La liturgia de la Palabra en esta solemnidad de san Pedro y san Pablo presenta dos elementos que aparentemente se contradicen, pero que en realidad se complementan recíprocamente. En efecto, por una parte, tenemos la extraordinaria vocación de los apóstoles Pedro y Pablo; y, por otra, las dificultades que tuvieron que afrontar en el cumplimiento de la misión que les confió el Señor.
En el pasaje evangélico, Jesús dirige a Simón Pedro, en las cercanías de Cesarea de Filipo, estas palabras: «Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16, 19). Cristo anuncia de esta manera la institución de la Iglesia, fundándola en el ministerio de Pedro que para ella reviste, en consecuencia, un significado esencial y permanente.
Cuando Jesús preguntó: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?», los Apóstoles le refirieron varias opiniones que circulaban entre los judíos. Pero cuando les preguntó directamente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15), Pedro respondió, en nombre de los Doce: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Pedro hizo su profesión de fe en Cristo y esa fe constituye el sólido fundamento del pueblo de la nueva alianza. La Iglesia no es, ante todo, una estructura social; es la comunidad de los que comparten la misma fe de Pedro y de los Apóstoles; la comunidad de los que proclaman la única fe apostólica. Esta profesión común de fe representa la auténtica razón de ser de la Iglesia como institución visible: motiva y sostiene todos sus proyectos e iniciativas.


2. Hemos escuchado de nuevo estas palabras de Jesús en el día en que recordamos con veneración a los santos apóstoles Pedro y Pablo. Los santos Padres solían compararlos con dos columnas, sobre las que se apoya la construcción visible de la Iglesia. Siguiendo la antigua tradición, la liturgia los celebra juntos, recordando el mismo día su glorioso martirio: Pedro, cuya tumba se encuentra en esta colina Vaticana, y Pablo, cuyo sepulcro se venera en la vía Ostiense. Ambos sellaron con su sangre el testimonio que dieron de Cristo con la predicación y el ministerio eclesial.
La liturgia de hoy subraya muy bien este testimonio, y también permite vislumbrar la razón profunda por la cual convenía que la fe profesada por los dos Apóstoles con sus labios fuera coronada asimismo con la prueba suprema del martirio.

3. Esa razón se manifiesta en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de proclamar, así como en el salmo responsorial y en la lectura tomada de la carta a Timoteo, y la recuerda de modo sintético el estribillo del salmo responsorial: «¡Bendito el Señor, que libra a sus amigos!» (cf. Sal 33, 5).
La primera lectura recuerda la liberación milagrosa de Pedro de la cárcel de Jerusalén, donde había sido encerrado por el rey Herodes. En la segunda lectura, san Pablo, casi resumiendo toda su actividad apostólica y misionera, afirma: «El Señor me libró de la boca del león» (2 Tm 4, 17). Esos testimonios muestran, en cierto sentido, el camino común que recorrieron los dos Apóstoles. Ambos fueron enviados por Cristo a anunciar el Evangelio en un ambiente hostil a la obra de la salvación. Pedro experimentó esta resistencia ya en Jerusalén, donde Herodes, para granjearse el favor de los judíos, lo encarceló con la intención de «ejecutarlo en público» (Hch 12, 4). Pero fue librado milagrosamente de las manos de Herodes, y así pudo llevar a término su misión evangelizadora, primero en Jerusalén y luego en Roma, poniendo todas sus energías al servicio de la Iglesia que nacía.
También san Pablo, enviado por el Resucitado a muchas ciudades y poblaciones paganas, pertenecientes al Imperio romano, encontró fuertes resistencias tanto por parte de sus compatriotas como de las autoridades civiles. Sus cartas son un testimonio espléndido de esas dificultades y del gran combate que tuvo que librar por la causa del Evangelio.
Al final de su misión, pudo escribir: «Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente. He librado bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe» (2 Tm 4, 6-7).
San Pedro y san Pablo, cada uno con su historia personal y eclesial, testimonian que, aun en medio de durísimas pruebas, el Señor no los abandonó nunca. Estuvo con Pedro para librarlo de las manos de sus enemigos en Jerusalén, estuvo con Pablo en sus continuos esfuerzos apostólicos, para darle la fuerza de su gracia, a fin de convertirlo en intrépido heraldo del Evangelio para bien de los gentiles (cf. 2 Tm 4, 17).

4. La Iglesia está llamada a profundizar su vínculo con el testimonio de los apóstoles Pedro y Pablo. Al celebrar esta solemnidad litúrgica las comunidades cristianas de todo el mundo fortalecen entre sí los vínculos de unidad fundados en la profesión de la misma fe en Cristo y en la caridad fraterna. Signo elocuente de esa comunión eclesial es el rito de la imposición del sagrado palio por parte del Sucesor de Pedro a los nuevos arzobispos metropolitanos procedentes de diversas naciones.
Amadísimos hermanos en el episcopado me alegra acogeros en esta solemne celebración, durante la cual recibiréis el palio como signo de unidad con la Sede de Pedro y de participación en la misión, encomendada por Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores, de anunciar el Evangelio a todas las naciones. Asimismo, deseo saludar y abrazar con afecto a las comunidades eclesiales confiadas a vosotros pidiendo al Señor para vuestros fieles la abundancia de los dones del Espíritu Santo.

5. El testimonio de fe y el arduo combate que tuvieron que librar los apóstoles Pedro y Pablo a causa del Evangelio, si los consideramos sólo desde una perspectiva humana, terminaron con una derrota. También en esto siguieron fielmente el modelo de Cristo. En efecto, siempre hablando humanamente, la misión de Cristo, condenado a muerte y crucificado, terminó con una derrota.
Sin embargo, ambos Apóstoles, teniendo su mirada fija en el misterio pascual, no dudaron de que precisamente esa aparente derrota a los ojos del mundo, constituía en realidad el inicio de la realización del plan de Dios. Era la victoria sobre las fuerzas del mal, que obtuvo primero Cristo y, luego, sus discípulos, mediante la fe. La comunidad entera de los creyentes se basa en el firme cimiento de la fe apostólica y da gracias a Cristo por la sólida roca, sobre la que están construidas tanto su vida como su misión.
El Señor, que hoy nos alegra con el glorioso recuerdo de los apóstoles Pedro y Pablo, nos concede escuchar con corazón dócil, conservar con devoción y transmitir con fidelidad su enseñanza, para que el anuncio evangélico llegue a todos los confines de la tierra. Amen.


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